martes, 9 de febrero de 2010

Voces desde el estomago que aprendió a almacenar dolores desde el momento de la conciencia y el azar: “Me dieron cuatro paredes, pero ninguna llave que habrá la puerta”.
El valor de levantarse todas las mañanas para verte en la misma casa, donde tu corazón aprendió a separar, el amor por el olor a tostadas y el rencor por el volcar del vino. Ahogarse en unos cuantos cigarrillos y olvidar que haz vivido en soledad, apaciguando el palpitar con unas cuantas manchas amarillas en el calefón del aparato respiratorio.
Ya ningún dolor es tan cruel para azotar mi vida silenciosa, hoy los gritos vociferan en las pequeñas gargantas ansiosas de toxicidad y libertad adolescente. Mis recuerdos en el baúl añejo acumulan nudos de agua en cada célula del inconciente.
La importancia de mi fuerza desintegrada se echa a dormir en la suavidad de las caricias familiares y los trofeos por sorpresa del día a día.
Confusa mi cabeza no incluye nuevamente su existir en los años ´64, mi miedo a la soledad, pero no a la soledad por el no saciar de mis cuestiones con el ente insuficiente, sino a esa soledad donde no hay tal ente, no hay nadie; Solo dos pastillas de Diazepam en una terraza en la cual no morí.
Dichosas tus manos que hoy traen decepciones a tu árbol genealógico, del cual yo debo encargarme de evidenciar las raíces, durante todos estos años sustentando las mentiras de mi corazón engañado, y a través de tu figura esbelta y femenina fantasee con el pastel de manzana y el despertar con tu voz maternal acariciando mis torpes oídos gustosos. Bien yo se que las madrugadas acababan en la espera de tus tacos ruidosos subiendo la escalera.

Escribir por ella, a través de sus aguijones punzantes.

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